martes, 27 de marzo de 2012

La patética

Nunca creí en los psicólogos. Pensaba: si yo no puedo salir de esta y si los míos no me pueden ayudar, ¿cómo va a poder un extraño? La palabra profesional me parecía un cuento. A lo sumo, un parche académico. Tampoco creía en la oscuridad, en la gracia envolvente de la oscuridad. Pero sí creía en el silencio: el silencio en soledad, escenario para revisar tus actos, y el silencio en compañía, ese silencio compartido con un otro que no obliga a la charla forzada de ascensor, que es comunión espontánea.
Desde que me dejaron, me convertí en una mina patética. Como no me pasó en la primera infancia, ahora la oscuridad me da miedo, una especie de fobia. El silencio, por su parte, ya no me resulta ni agradable ni productivo. Así, paso sola mis noches, durmiendo con la luz prendida y con la radio en Nacional y la tele en la repetición de Canosa. De esa forma, mi rutina es bastante binaria: dormir y llorar, llorar y dormir. Y empecé a creer, como les sucede a aquellos que se encuentran en una situación límite, con alguien muy querido muriéndose y rezando a mil y un santos, a creer en la psicología. Un manotazo de ahogada. Y una cuestión de fe.
Es que la estoy pasando mal, como Gaudio. Ya no me banco que me encierren cuando manejo: solo me falta invitar a los remiseros a trompearnos de lo lindo. Volví a jugar a la pelota, sí, pero no tengo humanidad. Ya no trabo sucio ni voy a destiempo, eso no me basta. Quiero sangre, soy pura mala intención. Y no me llamen, porque los voy a defraudar. Me olvido de los cumpleaños. Me olvido de mi perro y de mi gato, que ahora se hermanan en el desamparo. Me olvido de comer. Me olvido de bañarme. Y me olvidé de reír. Me dicen que quieren volver a ver a la chica alegre que era, que me quieren escribir monólogos, porque “tengo pasta” para el stand up, la vidriera de las miserias por excelencia, y yo les digo muchachos, mejor pierdan la esperanza. Y cómprense un perro. Así pasan tus días, hasta que tus viejos por poco piden tu aparición con vida, tirándote la puerta abajo y ayudándote a vestir como lo hacían hace más de dos décadas. El eterno retorno de la vida o cómo volver a la edad del tutelaje. Igual, sé que voy a volver a reír. Pero lo que no sé es cuándo. Por ahora me conformo con ser un payaso triste, una Krusty desencajada.
Convertirte en una patética es llevar tu cuota diaria de sarcasmo al paroxismo y volverte insoportable. Es putear a tu jefe para que te eche y poder tocar fondo en serio. Es meter la pata deliberadamente en una charla con amigas, ventilando inmundicias ajenas: es dejar salir tu Hyde. Y es, también, dejarte llevar por un lento de los 80, poniéndote a llorar en el colectivo como si estuvieras en el cine.
-Nena, ¿te querés sentar?
-No, gracias, estoy bien así. Sentate vos.
-Ah, perdón, como te agarrabas la cintura pensé que estabas embarazada.
Listo. Siamo fuori della coppa.
Y entonces sentís que el chofer pone a Sabina. ¿No me querés pasar unas pastillitas también? Y es así, es como dice Sabina: tengo ganas de nada menos de ti. Me doy cuenta que las medias tintas no sirven, que es a matar o morir. Y no tengo ganas de obligarme a estar bien, aunque quiera abandonar mi comportamiento a lo Gaudio. No sé cuánto dura un duelo de alguien que no se murió. Eso quizás me lo diga mi psicóloga, ahora que no me quedó otra que creer en la contradictoria ciencia de la mente y el corazón.

( http://www.niapalos.org)-